En este epígrafe recogemos las ideas del hispanista Helmut Hatzfeld que dedicó varios estudios a la novela cervantina entre los que destaca El Quijote como obra de arte del lenguaje (1949). Recogemos también ideas de Leo Spitzer, Fernández Suárez y Luis Rosales.
Hatzfeld señalaba la aparición de “una intención crítica del falso lenguaje pomposo” que se podía comprobar “en la creciente ironía para con el mal estilo caballeresco”. Y emparentaba el diálogo en la novela del Quijote con La Celestina, con las obras dramáticas de Lope de Rueda y con el arte coloquial de Alfonso de Valdés. Así, por ejemplo, de La Celestina procede la abundancia de refranes.
En otro sentido, recordemos que a la mujer de Sancho se le llama sucesivamente Juana Gutiérrez, Mari Gutiérrez, Teresa Cascajo, Teresa Panza y Teresa Sancho.
Leo Spitzer trata de explicar tan sorprendente variedad por medio de su teoría del perspectivismo lingüístico.
Fernández Suárez lo interpreta en otro sentido: el autor finge producir la impresión de que se encuentra ante una grave penuria de documentos fidedignos. Al contradecirse en cosa tan elemental como son los nombres de sus personajes, el autor da el primer paso eficaz para persuadirnos de que no nos relata una ficción, sino historia verdadera.
Paralela a la incertidumbre de los nombres corre también la inseguridad cronológica.
A lo largo de toda la segunda parte, don Quijote se encuentra con personas que han leído su historia y saben de él.
Luis Rosales señalaba en Cervantes y la libertad que el autor “desdobla la integridad del ámbito de su novela en dos planos distintos: el primero que corresponde al plano de la ficción, donde ocurren las cosas igual que en las novelas, y el segundo que corresponde al plano de la historia, donde ocurren las cosas lo mismo que en la vida. El mundo novelesco se enriquece con una nueva dimensión y adquiere vida propia librando a la imagen artística de toda sujeción a la realidad”.
Todos los seres de la novela poseen una realidad inmediata y conocida, concreta y asombrosamente auténtica, que va desde las cosas inertes al variadísimo cuadro humano que puebla la novela.
La existencia de fragmentos descriptivos sometidos al canon obligado del paisaje libresco de la época, nada supone en el Quijote frente a la dominante atmósfera de vida real que lo inunda todo; cuanto va a suceder, sucede por primera vez sobre unos escenarios que el escritor ha apresado por sí mismo: es La Mancha, el campo de Montiel, las ventas, los pueblos polvorientos; y nada digamos de la fauna humana que lo habita. Al comprobar la fidelidad realista de Cervantes resulta asombroso advertir que las gentes que su pluma nos ha hecho familiares, pueden encontrarse idénticas en el mismo lugar donde él les había dado vida literaria.
Hatzfeld señalaba que “la realidad de todos los días se considera como digna de ser adornada con serenidad y sinceridad, sin disimulo ante las cosas más ordinarias, pero con una actitud de reverencia acogedora de todo cuanto pertenece al mundo existente. La expresión artística de tal actitud consiste en la elegancia sobria más bien que en el artificio retórico. La sobriedad garantiza la verdad”.